En plena resaca triunfal tras la reapertura de la Sorbona, que no era para menos, pues le habían ganado el pulso al gobierno, comenzó una honda expansiva producto de las movilizaciones estudiantiles que tocaron, ahora decisivamente, a los obreros.
En cuestión de cinco días, del 13 al 18 de mayo, habían sido ocupadas 120 fábricas y, al empezar la nueva semana, los huelguistas eran ya entre cuatro y seis millones, que se convirtieron en once en pocos días.
Tal era la euforia y la capacidad de movilización sociales, que en una ciudad como Nantes el comité huelguístico central de obreros, campesinos y estudiantes, tomó el Ayuntamiento sustituyendo al prefecto y al alcalde el día 27 de mayo.
Sin embargo, los intereses del Partido Comunista Francés distaban enormemente de aquellos que reivindicaban los estudiantes, pues no buscaban un cambio del sistema establecido ni mucho —algo a todas luces utópico en aquella coyuntura— sino una rentabilidad política, una reafirmación del poderío que aún tenía. Hay que tener en cuenta que la CGT —el sindicato vinculado al PCF— había disminuido en dos tercios su afiliación entre 1947 y 1955, y para 1968 la densidad sindical era de apenas el 20%. El PCF y la CGT buscaban, en definitiva, mejoras sociales y laborales para los trabajadores.
George Pompidou llegó a ofrecer un aumento del salario mínimo del 35% y un incremento general del 10, además de medidas para llegar a la semana de las 40 horas. «Pero, de forma elocuente, 10.000 obreros de la Renault en Billancourt, el bastión emblemático de la CGT, rechazaron los acuerdos; los obreros repitieron esta acción en otros lugares; (…) Los obreros querían cambios que representaran calidad de vida: más respeto a uno mismo, mayor participación en la toma de decisiones, mayor control de la vida cotidiana: todo lo que implícitamente significaba la autogestión» (G. Eley, 2002).
La falta de acuerdo entre estudiantes y obreros y los órganos de representación de ambos, que no encontraron lugares comunes en los que apoyarse de forma decisiva, desarticuló e hizo ciertamente estéril, en el momento decisivo, el empuje conjunto de ambos. Charles De Gaulle, quien había estado desaparecido durante semanas dejando sin la cabeza visible al gobierno —bajo la representación de su primer ministro G. Pompidou—, tras asegurarse la lealtad del ejército en el Rin, regresó finalmente el 30 de mayo y en una alocución radiofónica declaró que no dimitiría y animó al pueblo francés a la acción cívica contra el «totalitarismo comunista». Se convocaron unas elecciones para los días 23 y 30 de junio al tiempo que se acababa, por medio del ejército, con los últimos resquicios de huelga y ocupación de fábricas. La coalición gaullista obtuvo el 60 por 100 de los escaños —con un 40 por 100 de votos—, mientras todos los demás perdían representantes —el PCF perdió 39 escaños; el PSF, 61; los tres escaños del PSU desaparecieron— y a los jóvenes menores de 21 no se les permitió participar en la votación.
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