lunes, 12 de noviembre de 2007

Antichavismo y Juancarlismo

Ha tenido lugar recientemente la XVII Cumbre Iberoamericana en la que la noticia más reseñable ha sido el debate, o mejor, polémica que ha despertado Hugo Chávez, presidente de Venezuela y sus dudosas formas de referirse al ex presidente del gobierno español. Justo después, viene la polémica entre Argentina y Uruguay por la construcción de una planta química en las orillas del Río de la Plata, frontera limítrofe entre ambos países. Por supuesto, este es un problema que sólo atañe a dichos gobiernos y poco importa al resto de la cumbre. Lo de Chávez, claro, es otra cosa. Chávez se ha convertido en el centro de la Cumbre, lo cual puede tener varias lecturas; la que aquí le damos es la del centro de iras y controversias pero, realmente, no se sabe muy bien de qué se ha hablado en dicha cumbre, sólo se conocen los desplantes del presidente venezolano.

Los medio de comunicación capitalistas —esto es, de las actuales y más bien mal llamadas democracias— parten del discurso de la “objetividad”, lo cual supone una exposición de los hechos sin criterio y análisis alguno, lo que contribuye decisivamente a la desinformación general. Como en los buenos discursos de Felipe González, uno escucha atento lo que se dice y, sin saber muy bien qué es lo que se ha dicho, el oyente se impregna de la lectura que el orante pretendía transmitir. Cualquiera que escuche un telediario, sin haber asistido a una gran exposición dialéctica de los acontecimientos, habrá digerido lo que se pretende que digiera, en este caso, lo negativo que tiene la persona de Chávez.

Realmente pongo muy en duda que todo el maremagnum montado por los medios españoles —parte montado como un elogio a la personalidad de Su Majestad, parte como el descrédito de los radicalismos que van contra los “intereses españoles” en el Cono Sur ejemplificados en la figura de Hugo Chávez—, obedezca a una indignación de la opinión pública general, pues estoy convencido de que una gran parte de la población española coincidiría plenamente con las palabras de los presidentes que descalificaron tanto a empresarios españoles como al ex presidente Aznar. ¿Le resulta a alguien racional hacer también suyo el desquite del Rey?

Bien, así que Zapatero pidió en la rueda de prensa posterior al cierre de la Cumbre “respeto”, “pues así —dijo— es como se construye el diálogo y la democracia”. Sorprende la hipocresía a la que se llega a someter a la opinión pública. O sea, los presidentes iberoamericanos —no sólo protestó Chávez, también lo hizo al menos el presidente de Nicaragua— protestan en contra del intrusismo, el expolio por parte de las multinacionales —en este caso hablaban de las españolas— y las injerencias en sus soberanías de los gobiernos y empresas occidentales pero, cuando éstos desheredados alzan la voz y protestan —por muy malas que fuesen las formas, que creo, nadie discute— entonces, han faltado al respeto y, por ende, al principio sobre el que, según Zapatero, se sustenta la democracia.

¿Antidemócratas los gobiernos suramericanos? Puede que la democracia se sustente, más que en el mero y absolutamente necesario respeto verbal incluso para tipos de la talla baja del ex presidente de nuestro gobierno, en el respeto a las soberanías nacionales, algo de lo que España carece.

Por si fuera poco el portavoz del PP critica al gobierno español, o sea, del PSOE por no haber preparado mejor esta cumbre, como si de él dependiera siempre todo lo divino y lo humano que ocurre dentro y allende nuestras fronteras. Eso sí, elogiaron el gesto de nuestro “legítimo” Rey que no fue sino una salida de tono que de haber venido de cualquier otro los medios estarían hablando de falta de entereza, serenidad o incluso buenos modales.

Supongo que las salidas de tono, por muy incitadas que estén, sólo son excusables cuando vienen de una persona que, en nuestro país, resulta que se halla por encima de la Ley.

La sugerencia del Rey Juan Carlos de “callarse” al presidente de Venezuela sonó a imperativo si se me permite, un tanto barriobajero, que en nuestras televisiones resonó como “machada” Juancarlista. A nuestro, hasta hoy aparentemente imperturbable, monarca parece habérsele olvidado que los súbditos nos habíamos quedado al otro lado del charco. Cabe recordarle pues que nuestros hermanos de América se sacudieron el yugo político de nuestra Corona hace un tiempo, falta que lo hagan, como están hoy haciendo, del económico.

viernes, 2 de noviembre de 2007

"El Cielo por asalto"


Todos los 25 de octubre (según nuestro calendario) se conmemora el aniversario de la revolución rusa. El “año cero” de los partidos comunistas. Este 25 octubre de 2007, se celebra nada menos que el 90 aniversario del acontecimiento histórico (a mi juicio sin género de dudas) más trascendental del pasado siglo XX.
Siempre se han ensalzado los grandes nombres y figuras de la revolución soviética, y no es para menos, pues en ella convergieron nombres tan relevantes e importantes para el pensamiento político del momento y de la Historia como Kamenev, Zinovien, Bujarin, Trotsky, quien había militado antes en las filas de los antagonistas de los bolcheviques, los mencheviques, el propio Lenin y el no muy relevante en su momento pero sí en lo posterior, Iosif Stalin. Todos ellos van a coincidir el las filas del Partido Bolchevique.
Sin embargo, y pese a la trascendencia de sus indiscutibles figuras, no debe olvidarse que, como toda revolución, el proceso fue dirección abajo-arriba. En Rusia se dieron un cúmulo de circunstancias que hicieron propicias la revolución, lo que Lenin vino a denominar “condiciones objetivas”. Había hambre y una enorme escasez, una crispación que venía de antaño contra la monarquía zarista (seguramente la monarquía más ostentosa y autócrata de toda Europa) y sobre todo una guerra, la Gran Guerra o Primera Guerra Mundial, que estaba siendo perdida, lo cual agudizaba el resto de los factores.
Los bolcheviques tuvieron el acierto de incluir en su programa político los tres puntos más elementales que acuciaban a la sociedad rusa “pan, paz y tierra”. Esto, unido a su superior organización, les hizo hacerse con el poder e instaurar el primer Estado Socialista de la Historia.
Desde el Islam, ningún movimiento político-cultural expandió tanto en tan poco tiempo sus fronteras geográficas y su influencia a otros Estados y sociedades. En lo geográfico, esa expansión vino determinada en gran parte por su afán de recuperar los territorios perdidos en el armisticio firmado en Brest-Litovsk con la Alemania del II Reich en 1917. Tal fue el caso de los países bálticos, algunas zonas de Polonia oriental y de la Rumanía septentrional.
Al poco tiempo del triunfo de la revolución, recién acabada la Gran Guerra, se abrió un período de guerra civil que enfrentó al nuevo Ejército Rojo (entonces organizado por Trotsky) con los ejércitos Blancos, integrados por un heterogéneo grupo de antiguas tropas zaristas adeptas al viejo régimen y una serie de ejércitos provenientes, paradójicamente, de las potencias democráticas vencedoras en la guerra mundial, principalmente EE.UU, Francia y Gran Bretaña. Esto, que puede parecer en sí mismo una contradicción, no lo fue sin embargo en absoluto.
Muchos seguramente no aprueben esta forma de hacer las cosas, de tomar “el cielo por asalto” que dijera Lenin y hacerse con el poder mediante un golpe de Estado. No obstante, al referirse a la otra gran revolución de la Historia, la francesa (notablemente más sangrienta que la rusa), pese a ser igualmente criticada en lo que se refiere a la convulsión que inevitablemente acompañó al proceso, existe una susceptible diferencia, y es que no se cuestiona, a diferencia de la rusa, su resultado. La diferencia de rasero puede medirse habitualmente en función de quién lo establezca y, obviamente, para los países capitalistas no resulta lo mismo hablar de la revolución de la cual proceden que referirse a otra que atentaba directamente contra su modo mismo de concebir el mundo.
A la Unión Soviética se le pueden reconocer o achacar, según de qué o quién se traten, toda una serie de hechos que condicionaron drásticamente el corto siglo XX. Lo tangible parece bastante evidente. Fue el único país (junto con Méjico) que apoyó la causa de la II República, lo que hizo posible el simple hecho de la lucha, dándole a la República la oportunidad de plantar batalla con dignidad; otro hecho, de valor y relevancia universales, del que fuera protagonista casi exclusivo la URSS, es el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, a cuya victoria contribuyó con 27 millones de sus ciudadanos (más de la mitad de la cifra total de víctimas aceptada de la guerra) y con el aniquilamiento de las 9/10 partes del ejército alemán. Además, la mera existencia de la URSS contuvo el apogeo norteamericano (del que padecemos sus efectos en la actualidad) y su competitividad misma, unido a que fue la propia Unión Soviética la iniciadora con el lanzamiento del Sputnik (del que se cumplieron sus 50 años el 4 de octubre pasado), propició el enorme desarrollo tecnológico que vivió la humanidad con la “carrera espacial” entre las dos superpotencias. Su sola existencia hizo posible, o mejor necesario, el estado del bienestar, desarrollado en los países situados en su entorno más inmediato tras la guerra, y su disolución significó el fin de las esperanzas de emancipación que alguna vez pudieron haber tenido las naciones en proceso de descolonización.
Los ejemplos no tan tangibles de lo que supuso la influencia del Ser de un Estado Socialista, que era además superpotencia, se dejan sentir en los trabajadores y partidos obreros de todo el mundo. A la vista está el enorme poderío que tuvieron los partidos comunistas de países tan relevantes como Francia e Italia, y cómo éstos llegaron a condicionar de modo tan decisivo las políticas sociales de sus países, incluso con la permanencia de gobiernos de derechas en el poder. El final de la Unión Soviética conllevó la pérdida de influencia y presencia social y política de esos grandes partidos comunistas, así como con las posibilidades de mejora en los niveles de vida de las sociedades en aquellos lugares en los que contaban con fuerza.
No es mi intención ofrecer una visión edulcorada de lo que fue la URSS, aunque considero que suelen obviarse datos que resultan más o menos relevante al momento de someterla al juicio habitual que suele acabar en condena moral, y a las taxativas generalizaciones, por lo demás bastante ligeras, que acostumbran a acompañar los comentarios y estudios sobre la URSS.
Hace algunos años, no muchos, Julio Anguita realizó una especie de gira por algunos lugares de España en forma de ciclo de conferencias. En la dada en Gijón en el Antiguo Instituto Jovellanos, realizó una afirmación que pretendía ser tajante: “los soviéticos, guste o no a la gente, fueron los únicos en Rusia que dieron de comer a su pueblo”. Para muchos de los asistentes creo pasó bastante desapercibida. Yo la encuentro enormemente elocuente.