miércoles, 24 de abril de 2013

«La muerte de los partidos»

Dejo aquí un excelente artículo de Alejandro Suárez, coordinador de IU en Oviedo, Asturias, quien trata un tema del que me gustaría haber ya escrito y en el que me gustaría meterme. En cualquier caso, muy en esta línea, aunque tenga cosas no poco discutibles.

Los partidos han muerto. Nos hemos convertido en máquinas que sirven principalmente a los intereses de nuestros aparatos organizativos, que se han independizado de los intereses de la gente a la que decimos representar e incluso de los intereses objetivos de las propias formaciones políticas. El aparato, la parte, ha cobrado una vida propia que se sitúa por encima, y muchas veces en contra, del todo, que es el partido. Esa inversión de los términos produce un inexorable vaciamiento ideológico, mediocridad creciente de unos cuadros dirigentes burocratizados, hermetismo, un seudopatriotismo de grupo y muerte del partido como instrumento de transformación social. Ésta es una realidad muy dura a la que debemos hacer frente todos los que estamos en la parte profesional de la política, primero analizándola y luego asumiendo nuestra gran responsabilidad en este estado de cosas. Los partidos hemos perdido toda nuestra fuerza impulsora -en expresión de Berlinguer- y, por tanto, somos incapaces de dirigir una realidad socioeconómica que nos supera y nos sitúa en su retaguardia como espectadores. Y si no dirigimos la realidad, que es nuestra función pública, nos convertimos en entidades tragicómicas y, lo que es peor, hacemos que el Estado, que toda la estructura pública en cuya cabeza aún estamos situados, sea inservible para garantizar la protección social de la gente. Ya les pasó algo similar a las democracias de los años treinta. Lo más peligroso es que la muerte de los partidos deja inerte el ámbito político. Y si la política se detiene, son los intereses de los más fuertes económicamente los que diseñan el presente y el futuro. Esto es así en Oviedo, en Asturias, en España y en esta Europa ya al servicio de los bancos. Todo esto acarrea desilusión e impotencia ciudadana, descreimiento, pulsiones antisistema, triunfo de los extremismos y que el poder se residencie en el dinero y no en el Estado, fracaso del ideal democrático.

¿Por qué han muerto los partidos? Pues porque está determinado por la propia esencia humana y social. Así es nuestra naturaleza, no es producto del azar, ni del buen o mal hacer de líderes, dirigentes o grupos. En la conferencia «La política como profesión» pronunciada en 1919 Max Weber analizó que «el aparato da jaque mate a los diputados y está en situación de imponerles su voluntad. Los diputados se convierten en un rebaño de votantes muy disciplinado. Los partidos se enfrentan entre sí desprovistos de convicciones, puras organizaciones de cazadores de cargos que elaboran programas para conquistar votos. Hay un partido organizado de abajo arriba como una empresa fuertemente capitalista». El profesor Michels identificó la «ley de hierro» de la oligarquía: todo grupo siempre crea una élite dirigente, un aparato, que acaba luchando por su propia pervivencia y se aleja de la militancia y de la sociedad. Todos los partidos padecen de este mal, por tanto, la solución no está en el cambio de personas, en la búsqueda de mejores líderes, sino en la generación de una estructura que minimice las tendencias oligárquicas. Y ha de ser posible porque no hay democracia sin partidos.

¿Qué hacer? ¿Cómo recuperar nuestra fuerza impulsora? Dos cosas tan simples que, como todo lo sencillo, son letales para quienes viven mejor con una democracia oligárquica, unos parlamentos impotentes y unos partidos inservibles. Primero, más democracia, disolución de los aparatos en la sociedad. Nuestra fuerza es la gente, nuestra raíz ha de buscar su nutriente en la ciudadanía. Apertura total y por imperativo legal de las estructuras organizativas, de los sistemas de elección de nuestros representantes, de la elaboración de listas electorales. Absoluta transparencia en nuestros modos de funcionamiento económico y de las retribuciones de quienes cobramos del erario público. Elecciones primarias para elegir todos los cargos institucionales en las que participen afiliados, simpatizantes y ciudadanos voluntarios. Listas desbloqueadas, limitación de la acumulación de cargos y sistemas de limitación del tiempo en el que se ejercen las responsabilidades públicas. Organización de candidaturas electorales que superen los límites de cada partido y se estructuren en torno a programas amplios incorporando personas independientes y pluralidad de posiciones ideológicas. Circunscripciones que garanticen que la responsabilidad del representante sea primero hacia la gente y el programa y no hacia un aparato que ha de limitarse a su función natural, la de ser mero organizador. En segundo lugar, hay que reforzar el sistema de ideas. Se necesita más análisis crítico para que el programa de transformación sea creíble y los partidos políticos no se conviertan en oferentes al gusto del consumidor, sino en intelectuales colectivos. Son necesarios partidos políticos fuertes ideológicamente que vayan conquistando la hegemonía cultural y política de nuestra sociedad, que aspiren a dirigir la realidad socioeconómica, partidos diseñados para contribuir a reforzar el tejido cívico, sindical, social. En definitiva, más apertura y más ideas críticas, más ideas de transformación. Así de simple. Con lo primero se consigue la fuerza necesaria para enfrentarse a los poderosos económicamente, se consigue derrotarlos con mayorías sociales sólidas que nos respalden en todas nuestras decisiones institucionales. Con lo segundo se dice dónde se quiere ir, qué es lo que se pretende.

Estas ideas fueron las que puso encima de la mesa hace ya treinta años Gerardo Iglesias cuando impulsó la creación de Izquierda Unida, que pretendía ser el embrión de una nueva forma de hacer política en un nuevo siglo que se vislumbraba y demandaba nuevos instrumentos organizativos e intelectuales. También era una nueva manera de pensar la izquierda y su capacidad de generar otro mundo posible. No por casualidad su primera visita cuando fue nombrado secretario general del PCE fue a Enrico Berlinguer. No se avanzó en ese sentido porque la inercia de los aparatos no lo permitió. Ahora, el fracaso de los partidos es evidente debido a su impotencia ante la magnitud de una crisis que se puede llevar por delante las conquistas sociales de todo un siglo. Es la oportunidad de organizar la política de la forma que ya apuntaba Gerardo Iglesias en los ochenta. Recuperemos ese discurso y seamos útiles para aquellos que más lo necesitan, los ciudadanos que viven modesta y honradamente de su trabajo cuando se les respetan los derechos elementales que fueron definidos y conquistados por el movimiento obrero desde su nacimiento. Y seamos conscientes de que una reforma de este calado hará que muchos de los actuales miembros y cargos públicos de los partidos tengamos que ceder los puestos y el liderazgo a otros que generen más confianza y más apoyo electoral, pero, como me dijo Gerardo Iglesias en una frase que evocó el recuerdo de su padre político, Horacio Fernández Inguanzo, «con la sensación del deber cumplido».

Alejandro Suárez Coordinador de IU de Oviedo y concejal.

lunes, 15 de abril de 2013

Del caudillismo a no aceptar que se trata de un proyecto

La victoria de Nicolás Maduro en las recientes elecciones venezolanas tiene una lectura trascendental que aún es pronto para presuponer si la oposición lo habrá entendido por fin. Todo parece indicar que no. Pero, ¿se darán cuenta realmente de qué va esto? Hartos de dar vueltas en torno al discurso del caudillaje del recientemente fallecido comandante Hugo Chávez, ahora se tropiezan con que, en adelante, su némesis difícilmente podrá ser llamada chavismo. Esta pretendida definición, irá poco a poco diluyéndose. Y no hay visos de que le puedan decir «madurismo».

En efecto, se ha pasado de un militar con relieve de personaje histórico a un nada glamuroso (aunque de buena planta) chófer de autobús municipal, que a tenor de los resultados, tiene en efecto mucho menos «tirón» electoral. En los parámetros morales del elitismo que maneja la oligarquía venezolana, difícilmente Capriles, a la sazón uno de los hombres más ricos del país, podrá soportar haber sido vencido por alguien de tan baja condición. Su pataleta al son de los tambores que acostumbran a preceder al injerencismo, es síntoma de su deshonra. Habrá pues de reconocer y decirse a sí mismo, que lo ha derrotado el proyecto de país que legó Hugo Chávez. Continuismo, es por ende la palabra que explica mejor estos últimos comicios.

La oposición ya lo ha probado todo y esto es lo interesante, porque muestra todo lo que ha cambiado Venezuela en estos años, más allá de índices, tasas o estadísticas que, irrefutables, prueban la mejora del país en base al interés general. En las anteriores elecciones, las fuerzas unificadas opositoras marcharon juntas, y fueron derrotadas. Pero lo hicieron no definiéndose como «derecha», algo que ya sabían el núcleo duro de sus votantes que es una estrategia para captar votos del contrincante (algo por cierto impensable desde la izquierda, lo cual establece la diferencia entre unos y otros de cara a unas elecciones), sino como una izquierda más moderada y explícitamente no socialista. Capriles se dijo entonces el Lula Da Silva venezolano, algo que debió escandalizar al propio Lula. Para ganar, están obligados a «proletarizarse» (con perdón del uso del término), a presentarse como parte de la prole (etimológicamente, de los «pobres») para conseguir atraerlos como votantes.

Vestir de chandal en público para uno de los hombres más ricos del país es una estrategia política también impensable en nuestro «viejo continente», y por algún motivo no tildada en medio alguno de (francamente) deshonesta. A lo que se añade el hecho de que, como estrategia de campaña, antes se atacara duramente como supuestamente autoritario al proyecto bolivariano y ahora, ante su continuador, se haya adjuntado el eslogan «Maduro no es Chávez», lo cual no es más honesto. Y todo ello acaba formando parte integrante del arte de la mentira política, por decirlo en palabras de Jonathan Swift.

El resultado es tan ciertamente preocupante para los seguidores de la revolución como esperanzador para los opositores, pero prueba al menos dos cosas. Que sin Chávez ya no podrá hablarse de chavismo, por lo que adquiere el bolivarianismo rango de movimiento, lo que, después de todo, ha acabado probando como cierto que la revolución «llegó para quedarse». Esto incluye por supuesto —y no puede ser de otra manera en un sistema electoral representativo— el perder las elecciones. Desde la implantación progresiva de este sistema desde la mitad del siglo XIX, esto es algo que la reacción siempre combatió con el golpe de Estado. Bueno es comprobar que cada vez es más difícil hacer esto, pues no lo han tentado desde 2002, aunque quede verificar que no vuelva a ser así en el momento actual. De lo que se sigue que, dada la presentación que la reacción hace de su proyecto, difícilmente podrán desplegar su naturaleza intrínseca, es decir, abolir lo que tanto detestan. Dicho de otro modo, el grado de movilización social les puede hacer víctimas de sus propias palabras.

Es posible que, al igual que Mariano Rajoy, Capriles acabe llegando al poder en su tercer intento. Dudoso será que puedan llevar a cabo su proyecto. La movilización social que existe en Venezuela en la actualidad no es la que en España hoy está en visos de ir desapareciendo.