lunes, 28 de marzo de 2011

Incluso sin injerencismo, ¿es legítimo apoyar la intervención en Libia?


La pregunta parte de una premisa que debe quedar clara: la intervención de la OTAN hace inherente la imposibilidad del presupuesto de partida. El socarronamente aludido altruismo de Occidente es en sí mismo imperialista, y como tal debe ser condenado. Pero el conflicto ha generado una confusión en la izquierda que le ha hecho extrañamente confundir internacionalismo con injerencismo. Por expresarlo en términos más prosaicos, ¿cuáles son los árboles que no dejan ver el bosque?

El primero que yo observo es el que apuntaba la «gran diferencia» con Irak: el casus belli humanitario. La idea de que la intervención se hace para evitar una matanza. La derecha pidió guerra en 2003 y pide guerra en 2011; a la izquierda (esta confusión) le produce una contradicción. Se sigue el paralelismo histórico —absurdo y sinsentido— de la guerra civil española como forma de coaccionar conciencias. Se sabe que la historia es un arma poderosa cuando se quiere defender lo indefendible. Pero decir que una tal guerra no es otra (y no lo es), no habría de ser aceptado dentro de la discusión. Y es que la carencia de legitimidad moral por parte de quienes durante décadas sustentaron al dictador y miraron hacia otro lado cuando reprimía a su pueblo con sensible mayor dureza que el supuesto detonante del conflicto, es absoluta. Y esto es demasiado como para consentir que sean ellos quienes hoy piden su cabeza.

Sorprende ver en muchos el «beneficio de la duda» concedido a la OTAN bajo la sola cosa de alegar motivos humanitarios. Las suspicacias hacia ésta no parten ya de la historia —remota y reciente— que el organismo atesora ni por quiénes están detrás de ella; ni tan siquiera por los intereses que éstos puedan tener realmente en Libia. Sino porque llevar pueblos a la guerra es un tema tan delicado, tan importante y grave, que ni siquiera un Parlamento habría de tener la atribución de poder hacerlo. ¿No es acaso una sustracción de la soberanía popular, de lo más esencial de la democracia, el lanzar campañas mediáticas, argumentos falaces, medias verdades y omisión de informaciones, a fin de convencer a la ciudadanía de que apoye una medida tan impopular como convencerla de lo justo de la justicia de las armas? Luchar contra el dirigismo informativo, sentirse aislado, casi loco por sostener una opinión contraria resulta demasiado pesado cuando todos parecen manejar la opuesta, dado que el reparto de la opinión —pese a lo que se contraponga— no es nunca ecuánime, porque lo que se está persiguiendo —y con ansias— es la aprobación por acción o apatía, de algo que requiere consenso. Nuevamente, la democracia muere un poco por inanición. Convencer de la justedad de enviar personas a la muerte, o de aceptar la muerte del Otro, ¿no es una forma deleznable de coacción? por lo demás, aceptar siquiera la muerte de ese Otro precisa de su previa deshumanización (lo que vamos a matar son partidarios de un loco, un sanguinario, libios errados en el mejor de los casos y mercenarios en el otro). Los «perros de la guerra» no merecen —a diferencia de los marines norteamericanos (p. e.)— ni el regalo de la vida, cualesquiera que sean sus condicionantes circunstanciales.

Una invasión es una invasión. Los motivos que se aleguen, cuales sean y la fuerza (aparente) que tengan, son rechazables por todo aquel que mantenga un poco de humanidad y, de ahí, por cualquiera que además no se deje atrapar por lógicas indefendibles pintadas de humanitarismo. Es lo que supo hacer la izquierda, no sin dificultades ni cismas, primero en Praga en 1968, pero más apropiadamente en 1979, con la invasión soviética de Afganistán so pretexto de «exportar el socialismo». Por llevarlo más allá, ¿le sirve la justificación del anticomunismo a un capitalista para defender la causa estadounidense en Vietman? Si nos sirve cualquier parámetro, si vale todo, la respuesta es obvia.

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