La crisis económica está acentuando las contradicciones del capitalismo. Esto por supuesto ni es nuevo ni exclusivo, pues toda crisis, del tipo o naturaleza que sea, acentúa contradicciones de un tal sistema. Más allá de ello, lo particular está en dos elementos.
Por un lado, la negación del sistema político que elaboró e hizo aupar la clase social que instauró éste sistema económico; por otro, la situación de ironía histórica que esto está generando.
El capitalismo se considera surgió en torno al siglo XV-XVI en el resurgir de la ciudad como entidad colectiva gracias en parte a la crisis del campo, gracias en parte al éxito y promoción de los habitantes del burgo. Su desarrollo destruyó el feudalismo pero para completar la revolución económica hubo de acometerse también la política. Ésta fue ejecutada por los estratos sociales más bajos, por ende numerosos, convertidos en brazo revolucionario. Por supuesto, ello exigió negociación, intercambio y concesiones recíprocas. Se forzó así al absolutismo a ceder el terreno al sistema liberal, con principios democráticos aunque sin democracia, la cual no comenzaría a establecerse realmente hasta después de la Gran Guerra y, sobre todo, tras la Segunda Guerra Mundial.
Tras la primera, amplios sectores burgueses y acomodados, en no poco temerosos de que la dialéctica de la modernidad se los llevase por delante luego de 1917 y el "momento obrero", dieron el soporte necesario a las corrientes contrarrevolucionarias. Y apoyaron el fascismo. Esto obviamente cortó en seco el proceso de democratización, que con la victoria en 1945 de los aliados y los grupos partisanos (los cuales representarían la única cota -si bien alta- de orgullo que podía quedar en lugares como Francia o Italia) sería reimpuesto gracias a la coacción sobre las fuerzas reaccionarias, por un lado, y mediante la hegemonía tanto moral como ideológica sobre el conservadurismo, por otro. Estos grupos, que reunieron a miles de combatientes, no dejaron en occidente de estar articulados desde los partidos socialista y comunista, muy especialmente por el segundo. La influencia a un nivel tanto político como moral de la victoria soviética sobre el nazismo acabó de contribuir a la realización de lo que vino a denominarse el "Estado del bienestar".
Ante esto, podría pensarse que las concesiones hechas a las clases sociales más combativas y por ende comprometidas (que beneficiaron al conjunto de la población, al ampliar los márgenes de la democracia), o mejor, digámosle derechos arrancados a las oligarquías, eran en efecto no deseables por quienes se vieron forzados a emprenderlas. Privilegios perdidos por unos; derechos conseguidos por los otros.
Las izquierdas se sintieron cómodas en una situación que (erróneamente) creyeron parte de un camino que iba inextricablemente hacia adelante. Passolini denunciaría lo que él consideraba un puro espejismo producto de la coyuntura. Bajo su punto de vista, el "bienestar" lo hacía posible no la conciencia colectiva y el fin progresivo de los antagonismos en pos de la connivencia (o la resignación de los poseedores ante la constatación de que la democracia, para progresar, había de hacerlo sobre ellos) sino la bonanza económica; cuando haya desaparecido ésta -dirá Passolini- desaparecerá el espejismo.
Los años setenta, luego de la crisis del petróleo, marcarán el fin de esa bonanza económica, y darán luz a las nuevas concepciones que en torno a la economía habían ido gestándose en Chicago durante la década precedente. Los ochenta representarán la década del fin del progresismo y el re-ascenso del reaccionarismo.
¿Fue, luego de lo dicho, únicamente un triunfo de las coyunturas económicas que lo facilitaron? Este proceso, apenas una década atrás, habría sido impensable.
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