1973 marcó el fin de un ciclo de esplendor económico y el final de lo que fue el período más democrático de la historia de occidente, aquel en el cual mayor auge tuvieron las políticas en materia social en todos los gobiernos adscritos a ese distrito geográfico. Pero no sólo esto.
Los años ’70 marcaron el fin de las esperanzas de emancipación real de las viejas colonias con respecto de sus ex metrópolis, pasando a convertirse en vasallos ya no político-económicos sino solamente económicos de éstas —algo que dura hasta la actualidad con escasas excepciones tipo Vietnam, Cuba, China, Sudáfrica y las emergentes, aunque muy dispares entre sí, Venezuela y La India—, el inicio del declive del mundo comunista y el inicio del final del pensamiento crítico que tanta fuerza tuviera en los sesenta y los mismos setenta para dar paso al escepticismo, al relativismo, al negacionismo y, en definitiva, al conservadurismo ideológico. —Para el historiador Henry Rousso, los negacionistas tendrían en común “una mezcla híbrida de pacifismo, antisemitismo y anticomunismo”—.
A fines de los años setenta se vislumbran nuevas formas de concebir la economía y, a fines de esta década y comienzos de la siguiente, ascienden a dos de los gobiernos más influyentes de todo el mundo —el de EE.UU. y Gran Bretaña— Ronald Reagan y Margaret Thatcher, que serán los abanderados de esas nuevas concepciones. Los ideólogos fueron la llamada Escuela de Chicago y el teorema, el neoliberalismo que conocemos hoy día.
Las desigualdades, como por todos es sabido, se han acrecentado significativamente —por no mencionar las repercusiones que sobre el medio ambiente ha tenido esta cultura demente del crecimiento por el crecimiento— y podemos partir de aquí para explicar no ya su más que probable fracaso al amenazante colapso de la economía norteamericana, sino su insostenibilidad, su amoralidad por ser el sustrato ideológico y cultural de la deshumanización; la explotación más absoluta de aquello por lo que luchó siempre el socialismo —y todas aquellas corrientes que, con menos éxito, arrancaban del mismo principio—: el fin de la explotación del hombre por el hombre.
En estos mismos años ’70 comenzó a ver la luz una tendencia que aparecía tímidamente y que, ya en los ’80, empezó a cristalizar y hoy está plenamente asentada: la postmodernidad. Ésta vendría precedida de la crisis de la modernidad, la idea de que el proyecto ilustrado habría llegado a su fin tras los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, pues éste se basaba en el progreso y la fe en la ciencia y la razón como medios para alcanzar su objetivo supremo: la emancipación del género humano. Tal guerra habría puesto en entredicho ese proyecto.
La tesis de Fukuyama de el fin de la Historia si bien tiene poco que ver en lo metodológico con el postmodernismo, recoge la esencia ideológica de éste, al aseverar que, una vez superado el desafío que supuso el socialismo en el siglo XX, la culminación del desarrollo histórico será la conversión permanente del mundo al modelo capitalista occidental y gobierno liberal representativo. No es que la Historia propiamente fuese a detenerse, sino que a partir de ahora su devenir sería el de avanzar tranquilamente dentro del marco occidental triunfal e incuestionable. El fin de las revoluciones, las rebeliones y las luchas de clase.
Estos enfoques —netamente conservadores— vendrían a negar la mayor, a saber: el materialismo histórico y el marxismo como doctrina válida para interpretar el mundo y la realidad. El fin de la conflictividad social y las revoluciones sociales de Fukuyama vendría a desembocar en un intento: eliminar el análisis la clase —elemento absolutamente básico y genial de la forma de análisis marxista— que ya no sería válido puesto que no sería necesario. Pero no sólo esto.
Muy sintéticamente, las características más destacables de la postmodernidad serían: el desplazamiento del análisis estructural hacia diversos aspectos de lo cotidiano; una negativa a establecer vínculos causales entre los diferentes aspectos de la realidad; la prioridad de lo cultural sobre lo social, lo que no deja de suponer un cambio de prioridades —nada accidental— entre Webber y Marx; la ampliación a campos “marginales” de la Historia; y a una historia impregnada de antropología simbólica que ofrecería una visión descriptiva de los fenómenos frente a la explicativa de modelos anteriores. La explicación se orienta a la totalización, la descripción a la fragmentación.
Existe en la actualidad una crisis de lo público, obra y arte del sistema hegemónico mundial, lo cual, como puede fácilmente deducirse, no es extrínseco a la ideología de la postmodernidad y todo aquel que piense que ésta es inocente está gravemente equivocado. El empleo del lenguaje como medio para interpretar la historia y la realidad —giro lingüístico— pretende devolver al sujeto una mayor importancia, pero también restarle protagonismo como agente consciente y activo en su capacidad de incidir en el devenir histórico, por lo que se tiende a una historia más subjetiva, más narrativa. El por qué de este interés plantea una pregunta cuya respuesta tiene una importancia capital.
Quizá el punto clave sea este: la negación de la cientificidad de la Historia. La modernidad habría terminado en el momento en que ya no es posible hablar de la historia como una totalidad. Ya no existe un elemento nuclear que nos permita ordenar el conjunto de los acontecimientos, de forma que lo que prevalecería serían fragmentos, la “Historia en migajas”.
Se borraría así, de un plumazo, toda capacidad que pueda tener la disciplina histórica —su análisis— para incidir en sí misma, como un instrumento más para cambiar el mundo. El materialismo histórico ya no interesa porque es, en su esencia más íntima, analítico, busca respuestas al planteamiento de preguntas. La postmodernidad persigue describir la realidad para que ésta pueda ser interpretada como se desee, sin dogmatismos, sin verdades reveladas. Se apela, pues, al relativismo más burdo, a la idea de que nos es imposible conocer la verdad y, por lo tanto, no debemos siquiera tratar de aproximarnos a ella.
Por descontado esto conlleva grandes dosis de demagogia implícitas aunque bien camufladas. El análisis histórico —sea marxista o no— no pretende revelar, eso puede ser función más bien de profetas, de lo que se trata es de arrojar luz sobre los hechos a fin de tratar de desvelarlos. El motivo puede ser la importancia que ha tenido en la historiografía el marxismo y, a su vez, los orígenes antimarxistas de la postmodernidad. Lo que ha de buscarse no es la verdad en su sentido etimológico, sino la lucidez y es a ella a la que uno debe tratar de aspirar.
Si no podemos analizar la realidad, ¿cómo entonces podremos aspirar a cambiarla? Los métodos descriptivos —que tanto pueden ofrecer a la renovación historiográfica— han de ser, en esencia, subsidiarios de los analíticos y nunca fines en sí mismos ya que, de lo contrario, perderemos el sentido y el objeto de nuestra labor, que está por encima, incluso, de los rigores de la disciplina. Este es el sentido común de la Historia.
Los años ’70 marcaron el fin de las esperanzas de emancipación real de las viejas colonias con respecto de sus ex metrópolis, pasando a convertirse en vasallos ya no político-económicos sino solamente económicos de éstas —algo que dura hasta la actualidad con escasas excepciones tipo Vietnam, Cuba, China, Sudáfrica y las emergentes, aunque muy dispares entre sí, Venezuela y La India—, el inicio del declive del mundo comunista y el inicio del final del pensamiento crítico que tanta fuerza tuviera en los sesenta y los mismos setenta para dar paso al escepticismo, al relativismo, al negacionismo y, en definitiva, al conservadurismo ideológico. —Para el historiador Henry Rousso, los negacionistas tendrían en común “una mezcla híbrida de pacifismo, antisemitismo y anticomunismo”—.
Las desigualdades, como por todos es sabido, se han acrecentado significativamente —por no mencionar las repercusiones que sobre el medio ambiente ha tenido esta cultura demente del crecimiento por el crecimiento— y podemos partir de aquí para explicar no ya su más que probable fracaso al amenazante colapso de la economía norteamericana, sino su insostenibilidad, su amoralidad por ser el sustrato ideológico y cultural de la deshumanización; la explotación más absoluta de aquello por lo que luchó siempre el socialismo —y todas aquellas corrientes que, con menos éxito, arrancaban del mismo principio—: el fin de la explotación del hombre por el hombre.
En estos mismos años ’70 comenzó a ver la luz una tendencia que aparecía tímidamente y que, ya en los ’80, empezó a cristalizar y hoy está plenamente asentada: la postmodernidad. Ésta vendría precedida de la crisis de la modernidad, la idea de que el proyecto ilustrado habría llegado a su fin tras los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, pues éste se basaba en el progreso y la fe en la ciencia y la razón como medios para alcanzar su objetivo supremo: la emancipación del género humano. Tal guerra habría puesto en entredicho ese proyecto.
Existe en la actualidad una crisis de lo público, obra y arte del sistema hegemónico mundial, lo cual, como puede fácilmente deducirse, no es extrínseco a la ideología de la postmodernidad y todo aquel que piense que ésta es inocente está gravemente equivocado. El empleo del lenguaje como medio para interpretar la historia y la realidad —giro lingüístico— pretende devolver al sujeto una mayor importancia, pero también restarle protagonismo como agente consciente y activo en su capacidad de incidir en el devenir histórico, por lo que se tiende a una historia más subjetiva, más narrativa. El por qué de este interés plantea una pregunta cuya respuesta tiene una importancia capital.
Si no podemos analizar la realidad, ¿cómo entonces podremos aspirar a cambiarla? Los métodos descriptivos —que tanto pueden ofrecer a la renovación historiográfica— han de ser, en esencia, subsidiarios de los analíticos y nunca fines en sí mismos ya que, de lo contrario, perderemos el sentido y el objeto de nuestra labor, que está por encima, incluso, de los rigores de la disciplina. Este es el sentido común de la Historia.
2 comentarios:
Estupendo análisis con el que coincido en su gran mayoría.
Como ya comenté ésto contigo en otra ocasión (y lo que nos quedará discutirlo) te dejo simplemente un elemento para la reflexión o, si quieres, incluso para la polémica.
En gran medida el complejo del postmodernismo y el giro lingüístico, pese a poder reivindicar remotas filiaciones marxistas (Thompson para la Historia Cultural, Voloshinov en la semiótica...) ha devenido en una loa o bien del capitalismo o de las formas de oposición "alternativas" que no cuestionan el modo de producción.
Conforme. Pero que pasa con la importante corriente marxista o socialista que ha encontrado en el postmodernismo o bien un interlocutor serio o bien, incluso, un terreno en el que poder provocar contradicciones internas al sistema?
Hablo, por supuesto, de Fredric Jameson (que siempre fue post) y de Perry Anderson, marxista de indiscutible calidad y legado. Pero también de Zizek, o del impacto tremendo que en la izquierda feminista, ecologista, altermundista, populista... han tenido los planteamientos de la historia cultural o de Foucault.
El tema es que, compartiendo tu análisis, encuentro que simplifica (relativamente) la problemática, que es aún más grave. Si consideramos el postmodernismo (y prácticas asociadas) como algo pernicioso, también tenemos que preocuparnos por su poder de atracción sobre toda la izquierda y tratar de explicar en qué se basa.
Un saludo revolucionario
En fin Julio, ya lo habíamos hablado y razón diré que no te falta pero, pese a ser bastante extenso, sabes tú mejor que yo que el tema es peliagudo y requriría un comentario mucho más denso y largo.
He sido reduccionista (lo confieso) pensando en ser lo más accesible posible. He querido "olvidarme" de todas esas excepciones que tú mencionas (y que yo no discuto) porque lo que pretendía es tratar de desvelar o, al menos, plantear cuáles han sido los orígenes y motivaciones que promovieron el postmodernismo como una ideología principalmente en sus inicios antimarxista.
El planteamiento no era el de ser una alternativa o complemento del materialismo, sino todo lo contrario, cosa que ahora, hace algunos años, se está tratando de pulir.
Quería también, demostrar la inviavilidad de una metodología que excluye intencionalmente el marxismo, porque ésta pasa automáticamente por no cuestionar ni tratar de modificar el mundo, una de las labores a mi entender más esenciales de la Historia.
Un saludo revolucionario.
Publicar un comentario