lunes, 4 de octubre de 2010

La huelga general y las confusiones de un concepto mal asumido


La huelga general del pasado miércoles 29 de septiembre logró en efecto su objetivo: paralizar la actividad económica del país (el 98% de la industria pesada y la totalidad de los puertos). Esta es la lectura ‘triunfalista’ de quienes la secundaron; la negativa: no hubo un seguimiento ‘masivo’ de ella. Pero los motivos de la lectura del éxito diría que son casi absolutos, y sólo cabe contraponer la falta de personas que la secundaron, lo cual no es poco. Los motivos que para este relativo seguimiento se encuentran son, sin embargo, fácilmente evidenciables: el 46% de la población está tan precariamente empleada que teme perder su puesto de trabajo. Y no es precisamente que no haya habido motivos, como también se ha llegado a decir, para la huelga.

Pero de entre las controversias de la huelga —que son muchas— quisiera centrarme en una: el supuesto «derecho a ir a trabajar», el cual incluye la crítica a las centrales sindicales, que atentan contra el mismo.

El punto de sostenimiento a tal mamarrachada argumentativa es que si existe el derecho a la huelga (y este, por supuesto, es libre) existe el derecho a no acudir a ella. Y aquí es donde radica el punto de confusión. El argumento es tremendamente simple: todo individuo tiene el derecho a trabajar e impedírselo, es atentar contra la libertad individual. He aquí el núcleo de la discusión, que en buena medida lo es semántico. El derecho a la huelga es una herramienta con la que defender el derecho al Trabajo, sustancialmente distinto del derecho a trabajar. Como observa Isaac Rosa, «los antihuelga no defienden la reforma, sino que se centran en atacar a los sindicatos y al derecho de huelga».

La huelga es un instrumento colectivo de defensa del Trabajo, que es además un derecho conquistado en el tiempo. Quienes reivindican individualmente su potestad para trabajar están saltando sobre este derecho. Tanto es así, que en torno a esto basó sus argumentos el presidente de la patronal: «Ningún empresario ha intimidado a sus trabajadores. Lo que queremos es que haya libertad para que quien quiera trabajar, pueda trabajar» (Díaz Ferrán, presidente de la CEOE). Los piquetes, esa forma colectiva de forzar la mayor efectividad posible en el éxito de la negociación, si bien son un instrumento coercitivo, no son el único ni mucho menos el más represivo. Un dato a tener en cuenta: todo trabajador que no haya podido acudir a su trabajo por causa de un piquete, no puede ser sancionado en modo alguno, tampoco en su salario. Esto es tanto como decir que quienes los protagonizan son los más susceptibles a ser sancionados y, por ello, son trabajadores plenamente conscientes. Sin embargo, muy al contrario, son frecuentemente tildados de vagos y violentos. Esta es una falacia hasta la saciedad repetida por aquellos que asumen el discurso hegemónico —que lo es ideológico— no reconociendo la coerción por parte de quien hoy posee la legitimidad fáctica para ejercerla: el empresario. Pero ¿acaso no es infinitamente más violenta la amenaza velada de despido? Y es que, como decía Kenneth Galbraith, «para manipular eficazmente a la gente, es necesario hacer creer a todos que nadie les manipula».

En el borrador de la ‘Constitución’ Europea (en realidad una Carta otorgada, al no haber sido democráticamente elegido el comité redactor) que luego se nos impuso como ‘Tratado’ (de Lisboa), modificaba el derecho ciudadano al Trabajo por el derecho a trabajar. El que este se presente como ‘Derecho’ no lo convierte en democrático, como ha demostrado la imposición del mismo. Visto de este modo, aun compartiéndola, la opinión de Almudena Grandes se hace un tanto presentista: «Porque Occidente ya ha recordado que esclavizando a la gente se gana mucho más dinero. Porque detrás de los recortes de derechos laborales, vendrán los de derechos civiles». En realidad, los recortes laborales no están precediendo a los civiles, ambos vienen sucediéndose de forma más o menos acompasada desde hace ya varias décadas. La política laboral que Occidente lleva poniendo en práctica desde los años setenta es esencialmente antidemocrática. Todo depende, claro, de qué leamos por ‘democracia’ y cuántos derechos y deberes le atribuyamos o limitemos.

Proclamaba Marx en su célebre “Crítica del Programa de Gotha” (que definía el trabajo como «la fuente de toda riqueza y de toda cultura») que todo aquél que no posea otra propiedad aparte de su fuerza de trabajo «está forzado a ser esclavo de otros hombres, de aquellos que se han convertido en propietarios». Resulta enormemente interesante lo que uno de los mejores críticos teóricos y literarios del siglo XX advirtió acerca de esta vulgarización del concepto ‘trabajo’:

«Esta concepción del marxismo vulgar sobre lo que es el trabajo no se detiene demasiado en la cuestión acerca del efecto que el producto del trabajo ejerce sobre los trabajadores cuando éstos no pueden disponer de él. Sólo está dispuesta a percibir los progresos del dominio sobre la naturaleza, no los retrocesos de la sociedad. Muestra ya los rasgos tecnocráticos con los que nos toparemos más tarde en el fascismo» (W. Benjamin, “Sobre el concepto de Historia”, tesis XI)

No voy a decir que estamos llegando, nuevamente y por vía no violenta, al fascismo; no, aunque tampoco Benjamin lo afirma. El punto de interés es la lectura regresiva de la idea de democracia que se está imponiendo. En nuestros sistemas de corte ‘Occidentalista’, el individuo goza de todas las libertades individuales que pueda aspirar y necesite (libertad de expresión, circulación y opinión, esencialmente). Su consenso se sustenta, precisamente, sobre estos pilares cada vez más limados, al tiempo que pone a nuestra disposición lo que uno de los mayores capitalistas de la historia entendía por progreso: aquel que «pone la tecnología al alcance de todos» (Henry Ford), esto es, el consumo.

El fascismo era antidemocrático por muchos motivos, entre los que destacan el de partido único y de ‘nación excluyente’, esto es, limitador de la ciudadanía. En Europa estamos asistiendo a la imposición de límites similares a nuestros derechos ciudadanos, en la circulación (expulsión de gitanos, leyes durísimas de inmigración que atentan contra los DDHH), libertad de expresión (permitida y aceptada, pero que se limita y hasta reprime, dentro de un fortísimo control de la misma) y límites cada vez más estrechos en lo que a capacidad representativa poseemos. Pero el fascismo orquestó su sistema de relaciones laborales bajo el taylorismo.

No queremos insinuar, mucho menos, que estemos volviendo al fascismo, y si bien estamos lejos —aún—, el marco de las relaciones laborales resulta cada vez más similar, es cada vez más taylorista, es cada vez más corporativo. Este sistema de orquestación ‘armoniosa’ (verticalmente estructurada y, por ende, represora) de las relaciones laborales fue diseñado en los EEUU a finales del siglo XIX e implementado durante los primeros del XX, y descansaba en la exclusión de la negociación de la base del sistema productivo: los trabajadores. Ello es tanto como decir antidemocráticas, pero puntualizando que, en aquel entonces, este concepto no existía en la fábrica.

Las luchas de los trabajadores en el siglo XX y el fin de los fascismos con el consiguiente aumento de la fuerza y representación de los partidos de izquierda en Europa, volvió a dar capacidad negociadora al trabajador al tiempo que se mermaba la del empresario. El fenómeno hoy es netamente inverso, regresivo. La derecha —suena a tópico— sabe bien lo que ha de ser, y se mostró unánime. Lejos de ser paradójico, en lugar de aprovechar su gran oportunidad para cargar contra el gobierno, atacó a los convocantes a fin de no respaldar sus reivindicaciones. Lo más sangrante del caso es escuchar como muchos trabajadores repiten a bombo y platillo aquello de «es lo que hay», volviéndose las víctimas en ejecutores de la represión. Olvidan o no quieren recordar que no siempre fue así.

El efectivo acto de soportar una situación dada (circunstancial) ha pasado a convertirse en el acto heroico del realista, una especie de estoicismo desdibujado que transforma el apático y cobarde acto de la resignación en un valor y deber que los individuos han de tener en sociedad. Muchos lo han denominado «arrimar el hombro» y tiene tanto éxito que hasta los damnificados lo acatan gustosos, manteniendo el dominio del mejor modo posible: alabando al verdugo. Y esto no es sumisión, es asunción, ya que, como decía Goethe, «nadie es más esclavo que el que se tiene por libre sin serlo».

«Ave, caesar, morituri te salutant»

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