El interesante artículo de Noam Chomsky aparecido en
The New York Times Syndicate y difundido hoy por
Público, resulta sugerente por la enorme trascendencia del hecho que aborda, pero, como suele ser habitual en este escritor, no resulta ser una elaboración teórica compleja sino, por el contrario, un desglose, una deconstrucción, de un acontecimiento transversal y de notable relevancia.
La noticia que aborda no es nueva, como tampoco lo es su temática para este autor, muy preocupado siempre por la pérdida de la soberanía popular en la toma de decisiones de los Estados. Sin embargo, algo apenas tratado por los medios fuera de los EEUU
como es la decisión de la tan venerada Corte Suprema de prohibir las cortapisas hasta ahora fijadas en la financiación, por parte de las grandes corporaciones, de las campañas electorales, es de esperar que haya sido por una buena razón, y supongo que se deba a la necesidad de que no se perciba a tan ilustre aliado como la antesala de la desregulación y desarme del Estado que está siendo.
La noticia, como digo apenas abordada fuera de los EEUU, es muy grave. El desgarro entre la base de la que emana el poder y el ejercicio del mismo, es preocupante. Con seguridad más que nunca desde el final de la Segunda Guerra Mundial, como se prueba ya casi a diario.
Y es grave por algo muy evidente que no creo que haga falta decir, pero puestos a dar apunte, poco más elocuente y directo se puede ser que el propio The New York Times cuando afirma que el fallo “golpea el corazón mismo de la democracia [al facilitar] el camino para que las corporaciones empleen sus vastos tesoros para inundar las elecciones e intimidar a los funcionarios elegidos para que obedezcan sus dictados”. La trayectoria de esto venía ya de muy atrás, como apunta muy bien el propio Chomsky, concretamente de 1886 cuando, también la Corte Suprema, dictaminó que las corporaciones podían tener los mismos derechos que los individuos. El problema es que en los últimos años hemos visto acelerarse enormemente esta tendencia, quizás por la pérdida, por muchos celebrada, también o sobre todo desde el dilatado campo de las izquierdas, de las alternativas políticas al sistema capitalista. En mi opinión la relación es directa.
Pero esta lamentable decisión de carácter legal lo que resulta ser es una implementación de una tendencia bien marcada que no es, ni mucho menos ajena al resto de las democracias de corte occidental. Consideradas por el pensamiento hegemónico como una vestal de las libertades individuales —única forma según el discurso oficial de garantizar la libertad y el bienestar colectivo—, nuestros sistemas políticos adolecen no sólo de falta de participación (que es hipócritamente lamentada por medios y gobiernos) sino ya de legitimidad, en tanto que debe ser el pueblo el que la otorgue, pues es de él que emana el Poder.
La teoría no es mala en absoluto, y es de ella por medio de sus imperfecciones, que fueron desarrolladas las teorías alternativas de organización de la vida pública y el Estado, tales como las socialistas. Erróneamente tratadas como totalitarias, las democracias capitalistas han conseguido absorber primero la propuesta socialdemócrata hasta conseguir transformarla en social-liberal, y luego anular las alternativas, principalmente la que de más fuerza y vigor gozó en el pasado siglo XX: la comunista.
Así, en pleno gobierno socialista, en España, ante —o mejor dicho, bajo— el condicionamiento discursivo de la crisis económica, se han visto implementadas toda una serie de reformas que paradójicamente resultan ser estructurales. Ello es intrínseca y necesariamente contradictorio con los hechos que estamos viviendo: combatir una situación que se supone y presenta como momentánea, con medidas destinadas a perdurar más allá de dicho acontecimiento. ¿Por qué no tomar únicamente medidas temporales? Tal paradoja es, en efecto, profundamente contradictoria y difícilmente puede ser salvada. La reforma de las pensiones es el último ejemplo de esto que estamos diciendo. Presentándolas como hecho técnico e inevitable, puede fácilmente demostrarse que se trata de una acción política falaz y oportunista. Algo parecido ocurre con lo que nos han dicho toda nuestra vida, que las cosas “cuestan lo que tienen que costar”, ni más ni menos. Y ello, por ser falso, supone uno de los mayores atentados posibles a la soberanía popular, origen primero y último de la legitimidad del Poder.
Y dicha legitimidad resulta ser curiosa, porque pese a ser el principal argumento de quienes gobiernan —medios inclusive—, son muchos los que reconocen el discurso como “muy bonito”, pero la realidad es otra y el mundo funciona “de otra forma”. No nos queda sino que aceptarlo y amoldarnos. En caso contrario, estaremos siendo utópicos, ilusos e incluso infantiles e inocentes individuos. He aquí la fortaleza sobre la que se asienta el sistema: haber convertido lo lógico y lo legítimo —el proyecto de izquierdas en última instancia— en anecdótico.
La des-ligazón de lo político sobre lo económico se enmarca en esta misma esfera, y es la socavación primera de la soberanía. Pero esta batalla, pese a haber sido librada, nunca tuvo visos de poder ser vencida. El ejemplo histórico quizás más claro puede que sea la Declaración de los Derechos Humanos de Naciones Unidas. Dicha declaración no fue firmada por la Unión Soviética, so pretexto precisamente de no contemplar la noción de “derechos económicos”, descargándose el texto sobre los estrictamente políticos, por lo que pedía la incorporación de aquéllos. Por supuesto, la URSS no podía firmar una declaración descargada sobre tales principios, como tampoco los EEUU (y con ellos las democracias occidentales) podían hacerlo sobre la incorporación al texto de la propuesta soviética. Es significativa la sacralización —hipócrita— de la carta de los DDHH (que no se cumplen ni de lejos en ningún país, tampoco en occidente), en tanto que nunca es referida la necesidad de los derechos económicos.
Cómo si no podría permitirse o ser visto como perfectamente legítimo (hasta el extremo de no ser ni tan siquiera un debate) que el hombre más rico de Chile pueda presentarse a unas elecciones que, tras ganarlas, su inmediata, inevitable y podríamos decir que hasta deseada consecuencia, haya sido el sensible incremento de las acciones de sus empresas cotizantes en Bolsa, para regocijo de quienes se verán beneficiados por sus futuras políticas.
Nada tiene esto de extraño si tenemos en cuenta cómo se rige la desprestigiada, inútil y estéril ONU, de la que su órgano de decisión depende únicamente de cinco países y no tiene soberanía sobre otros organismos como el BM o la OMC. Por supuesto, podemos escandalizarnos, hasta consternarnos y apiadarnos de desastres como el de Haití, que en cuanto pase un tiempo dejará de ser noticia, como lo fueron en su día los países afectados por el tsunami, Bam después de otro magno terremoto, etc., etc., etc. Pero la realidad es que, en contra de lo dictado por el slogan de la campaña de UNICEF de ayuda al pueblo haitiano —“Haití te necesita más que nunca”—, la cruda y triste realidad es que es diametralmente falso. Hoy hay más de 200 mil haitianos menos que pasen necesidades y la mal llamada “reconstrucción” no puede ser tal, pues poco había antes “construido”. No mucho mejor que Haití están lugares como Sudán, Somalia y un larguisísimo etcétera, como tampoco lo estaba la isla caribeña antes del terremoto. La hipocresía de occidente para con este país bajo el trasfondo de la “crisis humanitaria” es repulsivo, pero merece la pena ver opiniones fuera de los discursos oficiales que analizan la catástrofe (aquí y aquí).
En definitiva, a nivel global tenemos lo que en micro existe en nuestras sociedades de un modo mucho menos acentuado y alarmante, pero que se resume en las relaciones que otorga el capitalismo como consecuencia de su lógica de funcionamiento: la pérdida progresiva de democracia y soberanía, sea esta popular o nacional. Bajo el manto discursivo de la crisis económica, los ricos de nuestros países se han hecho enormemente más ricos. Una paradoja o ironía si se prefiere que logra salvarse gracias a la falta de democracia de nuestras sociedades, pues tal tendencia no es un fenómeno nuevo ni accidental, sino simplemente una aceleración consecuencia de una línea bien marcada anteriormente, que con unos niveles mínimos de representatividad, hubiera sido imposible que tal cosa hubiera acontecido. Pero ello no es de extrañar, puesto que paralela, pero muy “paradójicamente”, los países ricos se hacen cada vez más ricos, al tiempo que los pobres, lo son cada vez más pobres.
2 comentarios:
John, me parece muy interesante tu post y me ha alegrado mucho que citaras entre los blogs que sigues el de mi amigo Andreu Espasa (muy interesantes también sus últimas aportaciones). Un abrazo, y seguiré leyendo tu Cuarto Estado.
Muchas gracias por escribir Àngels y bienvenida aquí. Me da mucha alegría que te haya gustado. Se lo comentaré a Andreu.
Un abrazo.
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