jueves, 31 de diciembre de 2009

Damnatio memoriae, capitalismo y la RDA



Se acaba el 2009 y con él la efeméride más reseñable de este año: la conmemoración de la caída del Muro de Berlín.

Los artículos dedicados a tamaño acontecimiento han dejado creo yo bastante o mucho que desear y se han limitado a rascar la superficie de un hecho tan sumamente histórico y trascendental que, ergo, había necesariamente de tener una lectura mucho más vasta y compleja tras de sí. De ellos destacaría dos rasgos característicos: su ahistorización —y por ende acrítico y su anticomunismo, en mayores o menores dosis, ello merced en parte a su superficialidad ya aducida. Como referencia, tomo el artículo del periodista Bernard Umbrecht aparecido en Le Monde Diplomatique nº 169 del noviembre pasado, pp.10-11.

Tal y como en él aparece reflejado, Alemania ha tenido con estas conmemoraciones un problema muy notorio, y es que no tiene un solo símbolo unificador positivo. Ello se dejó ver en el concurso organizado por el Parlamento alemán para erigir un monumento que fuera símbolo de “la unidad y la libertad”. De más de quinientas propuestas, ninguna fue aceptada. Tal y como comenta el historiador italiano Enzo Traverso, Alemania “no tiene un mito positivo y que siempre se había definido negativamente. Cuando Alemania se definió positivamente, lo hizo en un espacio supranacional. Esta búsqueda de un posicionamiento identitario que no fuera etno-cultural puede verse en la noción de patriotismo constitucional [según expresión de Jürgen Habermas]” (citado en MD, nº 169). Para Traverso, dicho contraste se deja sentir la obsesión por recuperar el pasado judío alemán y la pretensión por borrar todo vestigio de la extinguida RDA, y añade: “[ello] se expresa visualmente en el corazón de Berlín, en dos espacios: por un lado, el Memorial del Holocausto, enorme, macizo, que indica que Alemania no quiere olvidar el genocidio; por otro lado, el inmenso espacio vacío del antiguo Palacio de la República de la RDA” (Íbidem).

Curioso es, cuanto menos, en medio de toda esa embriaguez conmemorativa abierta en la república germana, la política de la memoria. Al tiempo que desaparecen los símbolos del poder comunista, se restauran otros, como el estadio de los Juegos Olímpicos de 1936 construido por Albert Speer, para el Mundial de fútbol. Del mismo modo, aún quedan en la ciudad (y dicho sea que no tendrían porqué desaparecer) el resto de edificaciones nazis que no fueron afectados por las bombas aliadas. (En este sentido, es de recordar que tales bombardeos corrieron a cargo de EEUU y Gran Bretaña; la URSS, por su parte, no bombardeó ninguna ciudad desde el aire, lo cual no elimina el saqueo cometido por el Ejército Rojo en Berlín). Sin embargo y paralelamente—, se lleva a cabo la demolición de todo lo que pudiere recordar el pasado comunista de Alemania bajo el manto de la justificación, convertida ya en lógica, tanto gubernamental como mediática.

El cineasta alemán Thomas Heise hablaba sobre los sucesos de la noche en que cayó el Muro, con la sombra de la represión de Tiananmen cerniéndose sobre los manifestantes, del siguiente modo: “Ese recuerdo no se quiere. Festejamos la caída del Muro, pero no el hecho de que el pueblo se haya declarado soberano frente a un poder vacante, ni cómo, en consecuencia, no hubo una reunificación sino una anexión, el restablecimiento del orden por la destrucción de las utopías. La República Federal no podía permitirse la existencia de un pueblo soberano en una parte de Alemania; no habría sobrevivido. El Muro se abrió para impedir que la revolución tuviera lugar” (Ibid.). Discutibles o no (que lo son), las palabras de Heise encierran al menos un fragmento que no debiera ser separado de la realidad de aquella noche y que, no obstante, no ha aparecido en medio alguno, lo cual se explica por sí solo.

Lo que sí se ha remarcado hasta la saciedad es la represión comunista en la RDA —y del comunismo en sentido amplio— en torno al año 89. El joven frente al tanque en Tiananmen es ya un símbolo inducido que evoca la protesta contra el totalitarismo comunista. Sin embargo, se ha pintado asépticamente aquella noche como una celebración, el feliz reencuentro del pueblo alemán. Pero esa noche berlinesa vino a significar —y simboliza hoy día, más que la contrarrevolución liderada por Yeltsin— la caída del mayor de los imperios habidos sobre la Tierra. Una caída que dadas sus dimensiones cabría interrogarse acerca de los porqués tanto de su rapidez como de su escaso derramamiento de sangre. Porque los imperios cuando caen, lo hacen traumáticamente, y el soviético bien podría representar un curioso paradigma.

Aquella noche de 9 de noviembre de 1989, las tropas del Pacto de Varsovia esperaban, desde las afueras de Berlín, órdenes para disparar sobre la multitud que se congregaba en torno al Muro. Las directrices que desde el Kremlin se dieron fueron muy distintas a las que habría cabido esperar, ordenando no abrir fuego sobre los manifestantes y dejando así el camino libre a lo que más tarde acontecería. De modo similar ocurriría poco tiempo después en Moscú y, años atrás, en Polonia. Allí, obreros dirigidos por el sindicato Solidarnosk manifestaron su oposición reiterada y regularmente al dominio soviético sobre el país, quebrantando así las bases sobre las que se asentaba el consenso comunista soviético. Los obreros se oponían a la república obrera.

Dadas las consecuencias que ello trajo, estos hechos trascienden ampliamente lo anecdótico. La Unión Soviética cayó, mientras la China comunista, represora en Tiananmen, prevaleció.

Después de caída la URSS, ésta debía ser vista más que nunca ante el espejo y bajo el prisma de Occidente. El comunismo debía ser entendido como monolítico, intrínsecamente antidemocrático, “injustamente” igualitario, represor, fallido, fracasado y muerto por causa natural. Y de aquella fallida experiencia alemana poco o nada ha querido dejarse. Es interesante la opinión de Edgar Most, vicepresidente del Banco del Estado de la RDA y hoy directivo en el Deutsche Bank (y por ello creo poco sospechoso), quien es especialmente crítico con ciertas medidas llevadas a cabo, como la de fijar la tasa de cambio, tras la reunificación, en 1 marco oeste/2 marcos este. Ello “fue una decisión económicamente absurda que arruinó los fundamentos de la economía en esta parte de Alemania” —dice Most—. Además de en lo económico, éste también arguye que se quiso hundir premeditadamente otros de los fundamentos que eran orgullo de la República Democrática: “Todo lo que se creó en la RDA se dejó de lado. La administración pasó a manos del Oeste. (…) Todas las instituciones científicas de la ex RDA, perfectamente capaces de competir con las del Oeste, fueron eliminadas” (Ibid.). Lo cual es lógico si de lo que se trata es de mostrar dicho modelo como erróneo.

Por ello las virtudes mostradas por los regímenes comunistas (que imagino que nadie dude que al menos algunas habría) no pueden ser los defectos del capitalismo. Ni mucho menos éste pretende pulir vicios, pero pasarán por ser necesariamente permisibles si todo lo alternativo es equívoco. He aquí el gran triunfo ideológico del capitalismo, hacer creer que todo lo que se salga de este sistema no puede funcionar (Fin de la Historia) y que toda empresa que se acometa en las democracias capitalistas, hasta las guerras, tienen justificable su razón de ser. Que cualquier medida impopular —la cual bien pudiera evocar las virtudes de la concepción social en los Estados socialistas— debe ser llevada a cabo en pos de los designios de la economía y el mercado, los cuales han exitosamente logrado ser considerados como fines en sí mismo, muy alejados de la noción —no sé si originaria— de que son ellos quienes deben ser herramientas al servicio del ser humano y no a la inversa.

Las recientes celebraciones por la caída del Muro de Berlín encierran tras de sí una doble y perversa lectura: la festiva que le confiere Alemania (con grandes dosis de nacionalismo), el reencuentro de los alemanes; y la dada por Occidente, la del triunfo del capitalismo, erigido en modelo único, válido y verdadero, teleológico. La suerte del pueblo alemán dudo muy mucho que le importe a otras democracias capitalistas que no sean la propia Alemania, máxime si tenemos en cuenta que otros pueblos en la actualidad pasan por una separación física tanto o más dramática que aquella de los berlineses. Quizás la gran diferencia que hoy separa México de EEUU, Marruecos de España, Sáhara de Marruecos o Palestina de Israel y que le haga restar importancia mediático-ideológica sea únicamente que lo que se están separando sean economías (Norte-Sur) pero no sistemas económicos alternativos.

Aunque quizás también puedan tener que ver el etnocentrismo o el racismo. O quizás sea todo un poco.

2 comentarios:

Zauberius dijo...

Muy buena entrada. Nos vemos en breve.

John Cornford dijo...

Muchas gracias, me quedó un poco larga pero era difícil resumir esta cuestión, aunque mi capacidad de síntesis no es la mejor de todas.

Un abrazo, nos vemos pronto.