
Las Olimpiadas Obreras, un evento deportivo muy distinto de los Juegos actuales, buscaban un auténtico hermanamiento entre trabajadores perdido supuestamente en la primera guerra mundial, período en que fueron canceladas las Olimpiadas de 1916 que debieron tener lugar en Berlín.
Su organización corría a cargo de la Internacional Deportiva Obrero Socialista —SWSI, según sus siglas en inglés—, no había ni banderas ni himnos nacionales y, por ende, tampoco las rivalidades de éstas derivadas. En las ceremonias sonaba la Internacional y la bandera era una sola, la roja, símbolo del movimiento obrero. Sólo tuvieron vigencia entre los años 1925 y 1937, siendo realizadas tres Olimpiadas; la cuarta, prevista para Helsinki en 1943, no llegó nunca a celebrarse y jamás volvieron a ser retomadas.

En esta imagen vemos a Jesse Owens, haciendo un saludo militar tal vez como réplica al nazi del atleta alemán
Si bien es cierto que el “saludo romano” era tradicional en las olimpiadas desde su reestablecimiento, no es menos cierto que ya para aquel entonces éste había adquirido unas connotaciones claras y muchas otras delegaciones se negaron a realizarlo. No estoy seguro de qué delegaciones se negaron a hacerlo —aunque entre ellas se encontraba la inglesa—, pero otras como la italiana y la austriaca —ésta desde 1934 con un gobierno de tipo fascista— saludaron orgullosamente brazo en alto.


Otro ejemplo, quizás más conocido, es el de la Olimpiada Popular. Esta iba a ser celebrada entre el 19 y el 26 julio de 1936 en Barcelona en señal de protesta por los Juegos de Berlín. El sistema de participación para estas Olimpiadas no era de adscripción meramente territorial nacional, sino que permitía la representación regional y local, evitando así las rivalidades interestatales. Fueron inscritas 22 naciones —entre ellas Galicia, Euskadi y Cataluña— y 6.000 atletas —en los de la Alemania nazi participaron 4.066—, varios de ellos judíos.
Esta importante representación fue producto de las asociaciones y clubes deportivos obreros y sindicales vinculadas a partidos de izquierda, no a comités estatales o federaciones, y pocos fueron —aunque sí que los hubo— los atletas de alto nivel, entre los que se encontraba gente de renombre que se había negado a participar en representación de su país en las Olimpiadas “oficiales”, entre ellos por supuesto exiliados alemanes, italianos o austriacos.
Este evento no pudo nunca realizarse debido al estallido de la guerra civil española, sin embargo, varios de esos atletas, venidos en principio para competir pero movidos por un fuerte sentimiento antifascista, decidieron quedarse en España, convirtiéndose, quizá sin saberlo, en los primeros brigadistas internacionales. Ellos escribieron con su sangre la página más imborrable e imperecedera posible de la historia de las Olimpiadas pero sobre todo de los valores que a ellas se les atribuyen.