“Nadie hasta ahora se había atrevido a tocarlos. El Gobierno va a impedir que esto vuelva a pasar, y no le va a temblar la mano.” -Alfredo Pérez Rubalcaba, Vicepresidente del Gobierno-
Ya está claro cuál es el juguete que va a arrasar en las próximas navidades: el controlador aéreo. Ni Bob Esponja ni Barbie; si yo fuera fabricante ya tendría a estas horas una colección de muñecos resistentes a golpes, pisotones, pellizcos y escupitajos para que ningún ciudadano se quede sin su controlador de goma sobre el que descargar su ira.
Se dice que los controladores cobran demasiado, pero no es cierto. Yo diría que están mal pagados para el servicio que prestan. Por si fuera poco controlar el tráfico aéreo –cosa que no es precisamente fácil-, además cumplen una función social insustituible y muy necesaria en tiempos revueltos: canalizar el descontento ciudadano.
Todos necesitamos alguien sobre quien volcar la rabia acumulada. Y como últimamente estamos muy cabreados, las autoridades se preocupan porque no nos falten dianas para nuestro enfado, no sea que cualquier día desviemos el tiro y acabemos dirigiendo esa rabia contra quien no debemos.
Y los controladores son ideales para ello: son pocos, nadie sabe bien a qué se dedican, tienen aspecto de elite –‘casta’, ‘aristocracia’, se dice de ellos-, ganan más que la mayoría, son endogámicos, soberbios e insolidarios con los demás, y tienen una capacidad de presión sobre su empresa que ya querríamos muchos. Es decir, admiten odio pero también envidia o resentimiento, pues les sienta como un guante la etiqueta despectiva que más éxito tiene en tiempo de paro y miseria: privilegiados. Se ha intentado con otros colectivos, pero con ninguno luce tanto. Sólo hay que ver la furia anticontroladores que muestran muchos que no sólo no fueron afectados en el puente, sino que en la vida cogen un avión.
Pero no es ésa la única función social que cumplen. Además, sirven al gobierno para hacer una exhibición de autoridad, de esa misma autoridad que no muestra con especuladores, banqueros, Marruecos o el embajador estadounidense. “Quien echa un pulso al Estado sabe que lo pierde”, presume mientras aplasta manu militari a unos controladores que, encerrados en su burbuja, no midieron su respuesta.
Visto así, hasta salen baratos.
Isaac Rosa para Público, 09/12/2010
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