viernes, 6 de diciembre de 2013

Muere Nelson Mandela, uno de los últimos grandes personajes del siglo XX



Dejo aquí un extracto del documental Fidel Castro, la historia no contada, que tenéis enlazado a la derecha, en la sección «Vídeos recomendados». En este fragmento, Nelson Mandela insiste a Fidel para que visite Sudáfrica.

Es cierto que es un fragmento de un documental biográfico del dirigente cubano y no del propio Mandela, pero muestra las vinculaciones políticas que los medios de occidente hoy ocultan.

Mandela fue, ante todo y por encima de cualquier cosa, un luchador por la emancipación de su pueblo y de los oprimidos. Ésta debiera ser su reivindicación. Parafraseando a Gabriel Celaya, como cada uno debe recordarlo a él para recordárselo a otros.

Hasta siempre Madiba y que la tierra te sea leve.

jueves, 12 de septiembre de 2013

11 de septiembre, Barcelona: una «diada» multitudinaria

Reconozco que no me siento nacionalista, es un sentimiento que me cuesta, no digamos ya el independentismo. He estado hoy por las calles de Barcelona y puedo decir sin demasiadas dudas que mucha, muchísima gente de Cataluña no tiene este problema que yo tengo. Supongo que si fuese catalán de nacimiento lo entendería mejor y es que la cuestión nacional es connatural a la relación entre Cataluña y España.

No me remontaré a 1714, pero es imprescindible tener en cuenta esto, tanto como la situación concreta que se da en el resto del Estado, pues no son espacios estancos. Por supuesto, si de una fecha traumática y clave hablamos, para cualquier análisis me quedaría con 1938-1939; pero volvamos al tema. Hoy Cataluña clama por la independencia como hace dos años en fecha tan señalada nadie podía imaginarse que hiciera. Muchas cosas han cambiado en este tiempo, y desde luego la coyuntura tanto política como social y económica tienen mucho que ver en ello. Digámoslo sin tapujos: hoy por hoy, España es un proyecto que incita a la secesión.

Si la lengua es un elemento esencial -no el único por supuesto- de unificación de un territorio y una identidad, la represión del catalán (p. e. la sentencia del Tribunal Supremo) ha tenido como principal efecto aumentar el sentimiento de desafección, ya de por sí existente, entre Barcelona y Madrid. Al españolismo aún no le ha dado para comprender que un único proyecto de nación en un espacio tan diverso y multicultural como es la Península Ibérica es sin más imposible. Basta con recorrer el territorio, de Gijón a Cádiz, de La Coruña a Cartagena, para comprender esto. La riqueza cultural es tan grande como necio el empeño por homogeneizar.

La historia es a este respecto, tozuda. Y es que el actual proyecto nacional hunde sus raíces en la pérdida colonial (el llamado «Desastre del 98») y la necesidad, ya durante el reinado de Alfonso XIII, de reconvertir la idea de la identidad española del imperio (ya desaparecido) a la religión católica. Esta política fue implementada agresivamente en años de la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), cancelada de base con la Segunda República y vuelta a ser puesta en primer plano al imponerse la dictadura franquista. El proceso dirigido de la «Transición» evitó una ruptura con el pasado y las herencias han perdurado. Los fantasmas de España vuelven porque hay espiritistas esencialmente de derechas que los invocan día sí día también.

Y de estos polvos, en no poco, los actuales lodos. El modelo de nacionalismo español (descargado en Castilla) asocia la monarquía borbónica a la nación y no son pocos hoy quienes, por republicanismo o por la bochornosa imagen de la Casa Real, quieren cambiar esto. El Partido Popular y el proyecto reaccionario nacional, al secuestrar la idea de España, siembran separatismo porque no pueden hacer otra cosa que reprimir negando. Es hasta tal punto así, que el federalismo, el proyecto histórico de nación de las izquierdas catalanas desde el anarquismo (la forma cultural del obrerismo en Cataluña desde finales del siglo XIX a 1939) al catalanismo de ERC, pasando por el PSUC, teorizado precisamente por un catalán, Francesc Pi i Margall, quien fuera presidente de la Primera República española, parece haber quedado prácticamente abolido y ya no se ven restos de él.

Triste es comprobar cómo España es hoy patrimonio exclusivo de la derecha, entre otras cosas, producto derivado de un independentismo que en parte se alimenta de esta imagen tan negativa que ofrece el actual proyecto de nación. Y tristes se pondrían aquellos hombres y mujeres que dieron su vida por otro país bien distinto durante la guerra y tras ella. A decir verdad, si no nos hubiesen legado otros hombres imborrables testimonios, a las generaciones más actuales les sería difícilmente imaginable una entonación orgullosa de la voz «España» desde el progresismo. (Se puede ver más abajo la intervención de Ramón Cotarelo en el vídeo «Cataluña, Good bye Spain?» 11'35'', 25'45'' y sobre todo 41'13''). Paco Ibáñez puso voz a varios poemas de la mejor generación que el mundo de la cultura española dio jamás. Aquí no podría hacer justicia a esto, así que apenas dejaré dos testimonios, los de Rafael Alberti y Gabriel Celaya.

Es dolorosamente cierto que el franquismo enterró a sangre y fuego la creación de un espacio de construcción cultural de un nacionalismo inclusivo, que es característico de la izquierda, para sustituirlo por uno excluyente que clama por la asimilación forzosa de todo aquello que no pueda ser por naturaleza propia considerado parte del modelo único. España, por (de)méritos propios o por el ensañamiento de la historia, es hoy por hoy, más que nunca, un Estado fallido.

Dejo aquí tres muy buenos debates a este respecto de con seguridad los dos mejores programas de este tipo que aquí puede verse:




miércoles, 17 de julio de 2013

El espacio del Hombre en el capitalismo avanzado

Enlazo aquí una breve entrevista realizada a Eric J. Hobsbawm, célebre historiador marxista británico recientemente fallecido. En la entrevista se quiere plantear la cuestión de la moral capitalista, si es posible el desarrollo de este sistema buscando siquiera un mínimo de bienestar general a través de un pequeño reparto de la riqueza por él creada.

Hobsbawm responde con un argumento que empíricamente resulta difícilmente rechazable: «un elemento de la producción se ha vuelto prescindible, la gente.» Y continúa arguyendo que hubo un tiempo en el que el 80% de la población era campesina, pues ésta era la única forma de producir alimentos; hoy basta un 2% o menos para producirlos. Lo mismo está ocurriendo con otros sectores productivos.



miércoles, 24 de abril de 2013

«La muerte de los partidos»

Dejo aquí un excelente artículo de Alejandro Suárez, coordinador de IU en Oviedo, Asturias, quien trata un tema del que me gustaría haber ya escrito y en el que me gustaría meterme. En cualquier caso, muy en esta línea, aunque tenga cosas no poco discutibles.

Los partidos han muerto. Nos hemos convertido en máquinas que sirven principalmente a los intereses de nuestros aparatos organizativos, que se han independizado de los intereses de la gente a la que decimos representar e incluso de los intereses objetivos de las propias formaciones políticas. El aparato, la parte, ha cobrado una vida propia que se sitúa por encima, y muchas veces en contra, del todo, que es el partido. Esa inversión de los términos produce un inexorable vaciamiento ideológico, mediocridad creciente de unos cuadros dirigentes burocratizados, hermetismo, un seudopatriotismo de grupo y muerte del partido como instrumento de transformación social. Ésta es una realidad muy dura a la que debemos hacer frente todos los que estamos en la parte profesional de la política, primero analizándola y luego asumiendo nuestra gran responsabilidad en este estado de cosas. Los partidos hemos perdido toda nuestra fuerza impulsora -en expresión de Berlinguer- y, por tanto, somos incapaces de dirigir una realidad socioeconómica que nos supera y nos sitúa en su retaguardia como espectadores. Y si no dirigimos la realidad, que es nuestra función pública, nos convertimos en entidades tragicómicas y, lo que es peor, hacemos que el Estado, que toda la estructura pública en cuya cabeza aún estamos situados, sea inservible para garantizar la protección social de la gente. Ya les pasó algo similar a las democracias de los años treinta. Lo más peligroso es que la muerte de los partidos deja inerte el ámbito político. Y si la política se detiene, son los intereses de los más fuertes económicamente los que diseñan el presente y el futuro. Esto es así en Oviedo, en Asturias, en España y en esta Europa ya al servicio de los bancos. Todo esto acarrea desilusión e impotencia ciudadana, descreimiento, pulsiones antisistema, triunfo de los extremismos y que el poder se residencie en el dinero y no en el Estado, fracaso del ideal democrático.

¿Por qué han muerto los partidos? Pues porque está determinado por la propia esencia humana y social. Así es nuestra naturaleza, no es producto del azar, ni del buen o mal hacer de líderes, dirigentes o grupos. En la conferencia «La política como profesión» pronunciada en 1919 Max Weber analizó que «el aparato da jaque mate a los diputados y está en situación de imponerles su voluntad. Los diputados se convierten en un rebaño de votantes muy disciplinado. Los partidos se enfrentan entre sí desprovistos de convicciones, puras organizaciones de cazadores de cargos que elaboran programas para conquistar votos. Hay un partido organizado de abajo arriba como una empresa fuertemente capitalista». El profesor Michels identificó la «ley de hierro» de la oligarquía: todo grupo siempre crea una élite dirigente, un aparato, que acaba luchando por su propia pervivencia y se aleja de la militancia y de la sociedad. Todos los partidos padecen de este mal, por tanto, la solución no está en el cambio de personas, en la búsqueda de mejores líderes, sino en la generación de una estructura que minimice las tendencias oligárquicas. Y ha de ser posible porque no hay democracia sin partidos.

¿Qué hacer? ¿Cómo recuperar nuestra fuerza impulsora? Dos cosas tan simples que, como todo lo sencillo, son letales para quienes viven mejor con una democracia oligárquica, unos parlamentos impotentes y unos partidos inservibles. Primero, más democracia, disolución de los aparatos en la sociedad. Nuestra fuerza es la gente, nuestra raíz ha de buscar su nutriente en la ciudadanía. Apertura total y por imperativo legal de las estructuras organizativas, de los sistemas de elección de nuestros representantes, de la elaboración de listas electorales. Absoluta transparencia en nuestros modos de funcionamiento económico y de las retribuciones de quienes cobramos del erario público. Elecciones primarias para elegir todos los cargos institucionales en las que participen afiliados, simpatizantes y ciudadanos voluntarios. Listas desbloqueadas, limitación de la acumulación de cargos y sistemas de limitación del tiempo en el que se ejercen las responsabilidades públicas. Organización de candidaturas electorales que superen los límites de cada partido y se estructuren en torno a programas amplios incorporando personas independientes y pluralidad de posiciones ideológicas. Circunscripciones que garanticen que la responsabilidad del representante sea primero hacia la gente y el programa y no hacia un aparato que ha de limitarse a su función natural, la de ser mero organizador. En segundo lugar, hay que reforzar el sistema de ideas. Se necesita más análisis crítico para que el programa de transformación sea creíble y los partidos políticos no se conviertan en oferentes al gusto del consumidor, sino en intelectuales colectivos. Son necesarios partidos políticos fuertes ideológicamente que vayan conquistando la hegemonía cultural y política de nuestra sociedad, que aspiren a dirigir la realidad socioeconómica, partidos diseñados para contribuir a reforzar el tejido cívico, sindical, social. En definitiva, más apertura y más ideas críticas, más ideas de transformación. Así de simple. Con lo primero se consigue la fuerza necesaria para enfrentarse a los poderosos económicamente, se consigue derrotarlos con mayorías sociales sólidas que nos respalden en todas nuestras decisiones institucionales. Con lo segundo se dice dónde se quiere ir, qué es lo que se pretende.

Estas ideas fueron las que puso encima de la mesa hace ya treinta años Gerardo Iglesias cuando impulsó la creación de Izquierda Unida, que pretendía ser el embrión de una nueva forma de hacer política en un nuevo siglo que se vislumbraba y demandaba nuevos instrumentos organizativos e intelectuales. También era una nueva manera de pensar la izquierda y su capacidad de generar otro mundo posible. No por casualidad su primera visita cuando fue nombrado secretario general del PCE fue a Enrico Berlinguer. No se avanzó en ese sentido porque la inercia de los aparatos no lo permitió. Ahora, el fracaso de los partidos es evidente debido a su impotencia ante la magnitud de una crisis que se puede llevar por delante las conquistas sociales de todo un siglo. Es la oportunidad de organizar la política de la forma que ya apuntaba Gerardo Iglesias en los ochenta. Recuperemos ese discurso y seamos útiles para aquellos que más lo necesitan, los ciudadanos que viven modesta y honradamente de su trabajo cuando se les respetan los derechos elementales que fueron definidos y conquistados por el movimiento obrero desde su nacimiento. Y seamos conscientes de que una reforma de este calado hará que muchos de los actuales miembros y cargos públicos de los partidos tengamos que ceder los puestos y el liderazgo a otros que generen más confianza y más apoyo electoral, pero, como me dijo Gerardo Iglesias en una frase que evocó el recuerdo de su padre político, Horacio Fernández Inguanzo, «con la sensación del deber cumplido».

Alejandro Suárez Coordinador de IU de Oviedo y concejal.

lunes, 15 de abril de 2013

Del caudillismo a no aceptar que se trata de un proyecto

La victoria de Nicolás Maduro en las recientes elecciones venezolanas tiene una lectura trascendental que aún es pronto para presuponer si la oposición lo habrá entendido por fin. Todo parece indicar que no. Pero, ¿se darán cuenta realmente de qué va esto? Hartos de dar vueltas en torno al discurso del caudillaje del recientemente fallecido comandante Hugo Chávez, ahora se tropiezan con que, en adelante, su némesis difícilmente podrá ser llamada chavismo. Esta pretendida definición, irá poco a poco diluyéndose. Y no hay visos de que le puedan decir «madurismo».

En efecto, se ha pasado de un militar con relieve de personaje histórico a un nada glamuroso (aunque de buena planta) chófer de autobús municipal, que a tenor de los resultados, tiene en efecto mucho menos «tirón» electoral. En los parámetros morales del elitismo que maneja la oligarquía venezolana, difícilmente Capriles, a la sazón uno de los hombres más ricos del país, podrá soportar haber sido vencido por alguien de tan baja condición. Su pataleta al son de los tambores que acostumbran a preceder al injerencismo, es síntoma de su deshonra. Habrá pues de reconocer y decirse a sí mismo, que lo ha derrotado el proyecto de país que legó Hugo Chávez. Continuismo, es por ende la palabra que explica mejor estos últimos comicios.

La oposición ya lo ha probado todo y esto es lo interesante, porque muestra todo lo que ha cambiado Venezuela en estos años, más allá de índices, tasas o estadísticas que, irrefutables, prueban la mejora del país en base al interés general. En las anteriores elecciones, las fuerzas unificadas opositoras marcharon juntas, y fueron derrotadas. Pero lo hicieron no definiéndose como «derecha», algo que ya sabían el núcleo duro de sus votantes que es una estrategia para captar votos del contrincante (algo por cierto impensable desde la izquierda, lo cual establece la diferencia entre unos y otros de cara a unas elecciones), sino como una izquierda más moderada y explícitamente no socialista. Capriles se dijo entonces el Lula Da Silva venezolano, algo que debió escandalizar al propio Lula. Para ganar, están obligados a «proletarizarse» (con perdón del uso del término), a presentarse como parte de la prole (etimológicamente, de los «pobres») para conseguir atraerlos como votantes.

Vestir de chandal en público para uno de los hombres más ricos del país es una estrategia política también impensable en nuestro «viejo continente», y por algún motivo no tildada en medio alguno de (francamente) deshonesta. A lo que se añade el hecho de que, como estrategia de campaña, antes se atacara duramente como supuestamente autoritario al proyecto bolivariano y ahora, ante su continuador, se haya adjuntado el eslogan «Maduro no es Chávez», lo cual no es más honesto. Y todo ello acaba formando parte integrante del arte de la mentira política, por decirlo en palabras de Jonathan Swift.

El resultado es tan ciertamente preocupante para los seguidores de la revolución como esperanzador para los opositores, pero prueba al menos dos cosas. Que sin Chávez ya no podrá hablarse de chavismo, por lo que adquiere el bolivarianismo rango de movimiento, lo que, después de todo, ha acabado probando como cierto que la revolución «llegó para quedarse». Esto incluye por supuesto —y no puede ser de otra manera en un sistema electoral representativo— el perder las elecciones. Desde la implantación progresiva de este sistema desde la mitad del siglo XIX, esto es algo que la reacción siempre combatió con el golpe de Estado. Bueno es comprobar que cada vez es más difícil hacer esto, pues no lo han tentado desde 2002, aunque quede verificar que no vuelva a ser así en el momento actual. De lo que se sigue que, dada la presentación que la reacción hace de su proyecto, difícilmente podrán desplegar su naturaleza intrínseca, es decir, abolir lo que tanto detestan. Dicho de otro modo, el grado de movilización social les puede hacer víctimas de sus propias palabras.

Es posible que, al igual que Mariano Rajoy, Capriles acabe llegando al poder en su tercer intento. Dudoso será que puedan llevar a cabo su proyecto. La movilización social que existe en Venezuela en la actualidad no es la que en España hoy está en visos de ir desapareciendo.