Dejo aquí un excelente artículo de Alejandro Suárez, coordinador de IU en Oviedo, Asturias, quien trata un tema del que me gustaría haber ya escrito y en el que me gustaría meterme. En cualquier caso, muy en esta línea, aunque tenga cosas no poco discutibles.
Los partidos han muerto. Nos hemos convertido en máquinas que sirven
principalmente a los intereses de nuestros aparatos organizativos, que
se han independizado de los intereses de la gente a la que decimos
representar e incluso de los intereses objetivos de las propias
formaciones políticas. El aparato, la parte, ha cobrado una vida propia
que se sitúa por encima, y muchas veces en contra, del todo, que es el
partido. Esa inversión de los términos produce un inexorable vaciamiento
ideológico, mediocridad creciente de unos cuadros dirigentes
burocratizados, hermetismo, un seudopatriotismo de grupo y muerte del
partido como instrumento de transformación social. Ésta es una realidad
muy dura a la que debemos hacer frente todos los que estamos en la parte
profesional de la política, primero analizándola y luego asumiendo
nuestra gran responsabilidad en este estado de cosas. Los partidos hemos
perdido toda nuestra fuerza impulsora -en expresión de Berlinguer- y,
por tanto, somos incapaces de dirigir una realidad socioeconómica que
nos supera y nos sitúa en su retaguardia como espectadores. Y si no
dirigimos la realidad, que es nuestra función pública, nos convertimos
en entidades tragicómicas y, lo que es peor, hacemos que el Estado, que
toda la estructura pública en cuya cabeza aún estamos situados, sea
inservible para garantizar la protección social de la gente. Ya les pasó
algo similar a las democracias de los años treinta. Lo más peligroso es
que la muerte de los partidos deja inerte el ámbito político. Y si la
política se detiene, son los intereses de los más fuertes económicamente
los que diseñan el presente y el futuro. Esto es así en Oviedo, en
Asturias, en España y en esta Europa ya al servicio de los bancos. Todo
esto acarrea desilusión e impotencia ciudadana, descreimiento, pulsiones
antisistema, triunfo de los extremismos y que el poder se residencie en
el dinero y no en el Estado, fracaso del ideal democrático.
¿Por qué han muerto los partidos? Pues porque está determinado por la
propia esencia humana y social. Así es nuestra naturaleza, no es
producto del azar, ni del buen o mal hacer de líderes, dirigentes o
grupos. En la conferencia «La política como profesión» pronunciada en
1919 Max Weber analizó que «el aparato da jaque mate a los diputados y
está en situación de imponerles su voluntad. Los diputados se convierten
en un rebaño de votantes muy disciplinado. Los partidos se enfrentan
entre sí desprovistos de convicciones, puras organizaciones de cazadores
de cargos que elaboran programas para conquistar votos. Hay un partido
organizado de abajo arriba como una empresa fuertemente capitalista». El
profesor Michels identificó la «ley de hierro» de la oligarquía: todo
grupo siempre crea una élite dirigente, un aparato, que acaba luchando
por su propia pervivencia y se aleja de la militancia y de la sociedad.
Todos los partidos padecen de este mal, por tanto, la solución no está
en el cambio de personas, en la búsqueda de mejores líderes, sino en la
generación de una estructura que minimice las tendencias oligárquicas. Y
ha de ser posible porque no hay democracia sin partidos.
¿Qué hacer? ¿Cómo recuperar nuestra fuerza impulsora? Dos cosas tan
simples que, como todo lo sencillo, son letales para quienes viven mejor
con una democracia oligárquica, unos parlamentos impotentes y unos
partidos inservibles. Primero, más democracia, disolución de los
aparatos en la sociedad. Nuestra fuerza es la gente, nuestra raíz ha de
buscar su nutriente en la ciudadanía. Apertura total y por imperativo
legal de las estructuras organizativas, de los sistemas de elección de
nuestros representantes, de la elaboración de listas electorales.
Absoluta transparencia en nuestros modos de funcionamiento económico y
de las retribuciones de quienes cobramos del erario público. Elecciones
primarias para elegir todos los cargos institucionales en las que
participen afiliados, simpatizantes y ciudadanos voluntarios. Listas
desbloqueadas, limitación de la acumulación de cargos y sistemas de
limitación del tiempo en el que se ejercen las responsabilidades
públicas. Organización de candidaturas electorales que superen los
límites de cada partido y se estructuren en torno a programas amplios
incorporando personas independientes y pluralidad de posiciones
ideológicas. Circunscripciones que garanticen que la responsabilidad del
representante sea primero hacia la gente y el programa y no hacia un
aparato que ha de limitarse a su función natural, la de ser mero
organizador. En segundo lugar, hay que reforzar el sistema de ideas. Se
necesita más análisis crítico para que el programa de transformación sea
creíble y los partidos políticos no se conviertan en oferentes al gusto
del consumidor, sino en intelectuales colectivos. Son necesarios
partidos políticos fuertes ideológicamente que vayan conquistando la
hegemonía cultural y política de nuestra sociedad, que aspiren a dirigir
la realidad socioeconómica, partidos diseñados para contribuir a
reforzar el tejido cívico, sindical, social. En definitiva, más apertura
y más ideas críticas, más ideas de transformación. Así de simple. Con
lo primero se consigue la fuerza necesaria para enfrentarse a los
poderosos económicamente, se consigue derrotarlos con mayorías sociales
sólidas que nos respalden en todas nuestras decisiones institucionales.
Con lo segundo se dice dónde se quiere ir, qué es lo que se pretende.
Estas ideas fueron las que puso encima de la mesa hace ya treinta años
Gerardo Iglesias cuando impulsó la creación de Izquierda Unida, que
pretendía ser el embrión de una nueva forma de hacer política en un
nuevo siglo que se vislumbraba y demandaba nuevos instrumentos
organizativos e intelectuales. También era una nueva manera de pensar la
izquierda y su capacidad de generar otro mundo posible. No por
casualidad su primera visita cuando fue nombrado secretario general del
PCE fue a Enrico Berlinguer. No se avanzó en ese sentido porque la
inercia de los aparatos no lo permitió. Ahora, el fracaso de los
partidos es evidente debido a su impotencia ante la magnitud de una
crisis que se puede llevar por delante las conquistas sociales de todo
un siglo. Es la oportunidad de organizar la política de la forma que ya
apuntaba Gerardo Iglesias en los ochenta. Recuperemos ese discurso y
seamos útiles para aquellos que más lo necesitan, los ciudadanos que
viven modesta y honradamente de su trabajo cuando se les respetan los
derechos elementales que fueron definidos y conquistados por el
movimiento obrero desde su nacimiento. Y seamos conscientes de que una
reforma de este calado hará que muchos de los actuales miembros y cargos
públicos de los partidos tengamos que ceder los puestos y el liderazgo a
otros que generen más confianza y más apoyo electoral, pero, como me
dijo Gerardo Iglesias en una frase que evocó el recuerdo de su padre
político, Horacio Fernández Inguanzo, «con la sensación del deber
cumplido».
Alejandro Suárez Coordinador de IU de Oviedo y concejal.